Lloviznaba tenuemente en la siesta, Lautaro estaba fumándose su cigarrillo muy detenidamente, casi como un ritual, mirando absorto por la ventana. Por ratos miraba a Juno que estaba inquieto en la habitación, supuestamente debería estar terminando su obra del mes, pero Lautaro lo conocía muy bien, sabía que lo que ocurría era que estaba sin inspiración por lo consecuente bastante irritado.
Soltó una leve risa, meneó la cabeza y continuó apeado al vidrio.
-¡Tú no puedes jugar!- Le vociferó la niña mala.
-¿Por qué? – preguntó tímidamente el niño, casi lagrimeando.
-Eres niño, los niños no juegan con las niñas- sentenció la pequeña brujita de dos colitas.
En ese momento tenía 8 años y no entendía mucho de la vida, pero estaba seguro que aquello era injusto, sin embargo calló, calló tanto y por tanto tiempo, simplemente se cansó de discutirlo, de buscar respuestas, se dejó ser.
A la larga concluyó que algún día tomaría revancha, algún día volvería a hablar.
Pero eso no tenía importancia, se sentía mejor hablando consigo mismo.
Los doctores decían que podría ser autismo, o algún otro síndrome de nombre complicado.
En el fondo Lautaro sabía que era solo su técnica de aislamiento auto -infringido.
Soportó por muchos años los azotes de aquel padre borracho, los llantos incesables de aquella madre cobarde, peros siguió callando, ya llegaría su hora de hablar.
La adolescencia no le pareció muy distinta a la infancia, se dio cuenta que la maldad de las personas y la incapacidad de éstas para aceptarlo seguía siendo igual.
Sin embargo no contó con un factor, el tiempo lo fue tornando un joven demasiado hermoso para lo que se podría llamar normal.
Sus ojos tan verdes que casi parecían transparentes, sus labios rosados y una sonrisa que muy pocas veces la usaba. Por descaso tenía el pelo largo y rubio casi llegándole por debajo de los hombros.
Lo más irónico es que él o bien no tenía conciencia de su belleza o bien no le importaba en lo mínimo.
Había continuado a ser un huraño y mudo joven. Tan desaliñado y enajenado que la gente huía de su posible compañía, sin saber que eso no ocurriría nunca, por más que los planetas se alinearan. Lautaro se alejaba de ellas como el Diablo de la cruz.
-Es hora- dijo él pastosamente, con una voz tan celestial que al oírla su madre casi se desplomó en el suelo.
En 16 años había perdido toda esperanza de oírlo pronunciar una palabra, pero él estaba allí en medio de la sala mirándola con sus enormes y estáticos ojos verdes.
Si se hubiera fijado más detenidamente se hubiera dado cuenta de aquel cuchillo en su mano, de su esposo tendido un poco hacia la derecha de la sala, pero estaba tan perpleja cuando volvió de la feria y escucho a Lautaro hablar que ni siquiera pudo entender el frío metal atravesándole el vientre, haciendo brotar la tibia sangre. No, nunca entendió nada.
La policía supuso que había sido un asalto, el joven no había pronunciado ni una sola palabra durante el interrogatorio. Los vecinos explicaron que aquel adolescente era mudo y retraído con posibles disturbios mentales, pero sumamente inofensivo.
Así quedó el caso.
Apagó el cigarrillo en el cenicero y se alejó de la ventana, volvió a mirar a Juno que ya estaba más tranquilo, casi como un niño escribiendo sobre la mesa.
Suspiró, trató de pensar que era lo que le despertaba aquel chico de la capital que se había instalado sin muchas vueltas en su casa un sábado cualquiera.
Se habían conocido en un museo y luego terminaron en un bar, que terminó en su cama, que terminó en la semana en una mochila y muchos cuadernos dispersados por la casa.
-Es increíble- dijo Juno dando un puñetazo leve a la mesa-¿Tienes idea de lo difícil que es no estar en un día bueno para escribir? Y lo miró con los ojos enrojecidos.
Lautaro, le pasó la mano por la nuca y asintió con un cabeceo casi imperceptible.
-Lo siento – se disculpó Juno, que seguía convencido que aquel hermoso y bien acomodado joven era lo más bueno que le había pasado nunca, encima era mudo, no discutirían nunca.
Lautaro lo dejó a Juno con su rabieta en la sala, salió al jardín que estaba muy mojado, sintió las finísimas gotas de llovizna en la cara, sin embargo siguió caminando tranquilamente por el sendero del costado que llevaba al río. Se había mudado a la antigua casa de veraneo de sus padres poco después de la muerte de estos. Como no tenía parientes que reclamaran nada había quedado huérfano y millonario a la vez, cosa que no le molestaba, lo había planeado muy bien.
En cuatro años Juno fue el primer compañero que él se atrevió a conservar, no el primero, pero no quería recordar los otros, cuando lo hacía siempre había daños colaterales, decidió entonces que mejor no recordar nada hoy, la tarde oscura era demasiado bella, era mejor que siguiera siendo.
El día en que cumplió 15 años Lautaro recibió un extraño regalo, no lo esperaba cuando sus compañeros de colegio lo subieron a la rastra a una furgoneta, simplemente trató de defenderse pero ellos estaban en mayor cantidad. Soportó como había soportado tantas cosas en silencio, pero se encargó de memorizar cada rostro sudado que lo molía a palos, se centró especialmente en aquel que lo había sodomizado con una botella.
Ese invierno la cuidad estaba con los pelos de punta, habían ocurrido 5 asesinatos en el colegio de Lautaro y lo peor era que la policía estaba con las manos atadas, todos ellos tenían la misma firma, pero el asesino era tan astuto que no había dejado el menor rastro.
Lo disfrutó inmensamente al mirar a los ojos del pelirrojo llenos de terror (antes de hacer una escultura con sus vísceras en su habitación) y pronunciar solemnemente:
-Es la hora.
El río estaba turbulento como siempre, le gustaba quedarse en el barranco y mirarlo con devoción. El se sentía parte del río, silencioso y turbulento, corriendo, corriendo…él era el río.
Estaba sentado con las piernas cruzadas en posición de Loto, se soltó el pelo que lo llevaba recogido en la nuca. Había parado de lloviznar, encendió otro cigarrillo y volvió a suspirar.
-Sentía la mano huesuda ceñirse más y más al cuello, sentía que perdía la noción de todo a su alrededor, era dulce sentir la muerte llegando, besándole la oreja.
-¡Maldito bastardo! Gritaba el hombre. ¿Crees que soy estúpido?
¿Acaso piensas que he criado un hijo para ser un poeta maricón?
La mano apretaba más y más, Lautaro se desvanecía. La madre estaba muy quieta con la cuchara de palo en la mano en el umbral de la habitación.
-T e he oído recitando la madrugada pasada, todos estos años y yo creyendo que solo eras un estúpido mudo, Violeta la culpa es tuya, criaste a un imbécil que encima se mofa de nosotros.
La madre ahora lloraba apretándose el delantal- Es solo un niño Marcel, lo estas lastimando. Estás ebrio sabes que nuestro Lautaro no habla pobrecito.
La mano lo soltó, Lautaro sintió como el aire volvía a entrarle por los pulmones, la muerte se alejaba guiñándole un ojo.
Sentado allí en el borde de aquel inmenso río Lautaro sacó de su bolsillo una pequeña libreta forrada en cuero y empezó a recitar con aquella voz ronca que poseía.
Alma lacerada ¿Qué has hecho de tus jóvenes unicornios?
El pueblo de tu origen aun sigue allí; con sus verdes prados y armoniosos ríos, llamándote, llorándote.
¿Qué te ha negado el mundo por lo que escondes en tus pupilas tanto rencor?
¿Qué hay de toda esta música que sin cansarte alma, entonabas?
Bien sé que en el fondo aun belleza anidas, que nunca estuviste más escondida
¡Libérate entonces alma celestial!
¡Deja que en tu río los ángeles vuelvan a cantar!
Soltó una carajada limpia y se levanto dispuesto a volver a la casa.
Caminaba lentamente silbando un viejo tango, estaba de muy buen humor.
Sabía que después de la cena para Juno “sería la hora”.