viernes, 6 de abril de 2012

"Celestiales"


Masticó despacio; aquellos confites le parecían familiares.
El platito con los glaseados ahora vacío, miró tristemente.
(Recordó tener no más de 7 años, la torta pomposa, los mismos confites)
Resopló, estaba aburrido, dos horas en la misma confitería aguardando.
Oteo de reojo, la chica/jersey azul se recostaba de forma felina contra el mostrador de magdalenas y bizcochos, le regaló un guiño.
 Irritado, levantó el periódico para resguardarse de aquella criatura del demonio.
Apretó los dedos de la mano en el bolsillo, el metal frió lo apaciguó.
Sonó la campana de la puerta, al abrirse; aquella visión celestial se materializó ante sus ojos.
Era lo que había estado esperando tan impacientemente.
Arrugó un par de billetes y los dejó sobre la mesa, torpemente se puso de pie, dirigiéndose al lavado.
El agua en la cara lo refrescó, se miró al espejo, con los labios temblando.
-No lo harás- se dijo firmemente.
La madre/jersey azul  de la criatura celestial salió del mostrador a recibirla,
Le arregló los rulos y le dio un par de bizcochos para el camino.
La niña/imagen celestial salió de la tienda dando saltitos.
En la plaza cercana Cristiano cubría su rostro cedrino con el periódico mientras apreciaba aquella imagen celestial, apretando fuertemente su rosario con la otra mano.

"El último inmortal"


Él lo veía venir, desde lo más profundo de sus huesos.
La apatía que se había instalado en su estructura molecular era antiquísima,
Más que su propia inmortalidad.
Le sorprendió no sentir antipatía al mirar por la ventana donde bultos oscuros preñaban el cielo anunciando tormenta.
No dejaría que aquella ataraxia dictaminara su humor-Pensó ceñudo.
Aunque sospechase que era exactamente eso lo que le irritaba de sobremanera.
Le afectaba el hecho de no poder salir de aquel estupor, el ignorar.
¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? Se preguntaba retóricamente, absurdamente.
La vida, su vida, tan infinita como la propia muerte que nunca llegaría.

"De las carnes"

Al atardecer, con los pies descalzos sobre las frías baldosas Melina sentía un entumecimiento consabido en su cuerpo delgado.
Las náuseas habían empezado unos días atrás.
 Desde entonces volvió a revivir cada instante del horror, como autoflagelo.
Todas las madrugadas eran una, la misma en que su pelvis estrujada contra la pared de ladrillos ásperos, la misma en que el gusto de formol en su mordaza.
 Trastornos, el descubrimiento de ese  “algo”.
Melina desvelada aguardando aquellos ángeles de tiza que en sus dorados barcos la salvarán más allá de esa fuente de dolor, más allá de ese amor.
Toma el frasco y se dirige al lavado.
Vuelve a la cama y duerme el sueño de las noches amanecidas.