Al atardecer, con los pies descalzos
sobre las frías baldosas Melina sentía un entumecimiento consabido en su cuerpo
delgado.
Las náuseas habían empezado unos
días atrás.
Desde entonces volvió a revivir cada instante
del horror, como autoflagelo.
Todas las madrugadas eran una, la
misma en que su pelvis estrujada contra la pared de ladrillos ásperos, la misma
en que el gusto de formol en su mordaza.
Trastornos, el descubrimiento de ese “algo”.
Melina desvelada aguardando aquellos
ángeles de tiza que en sus dorados barcos la salvarán más allá de esa fuente de
dolor, más allá de ese amor.
Toma el frasco y se dirige al
lavado.
Vuelve a la cama y duerme el sueño
de las noches amanecidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario